domingo, 27 de septiembre de 2009

Dawson, Isla 10

Cuando uno dice, y repite hasta el cansancio, que el cine se hace para la gente, para el público, es porque el pueblo lo necesita. Todos lo necesitamos.

Toda sociedad busca medios para hacer catársis, expiar sus pasiones y los dolores del pasado, por mucho que algunos no hayamos vivido aquellos difíciles momentos, cargamos con sus muertos, los que tenemos que purificar, aunque sea veinte años después, o por la razón o la fuerza... o el arte.

Por eso, Dawson, Isla 10 es una necesidad nacional. Porque sana, reconcilia y unifica, a pesar de tomar el mismo tema archimanoseado por el cine chileno de las últimas dos décadas, pero esta vez sin víctimas ni victimarios, sin represiones ni reprimidos, sin apuntar el dedo a nadie.

Sobria, distanciada, de acuerdo a las exigencias de los tiempos, alejada de las añejas pasiones partidistas. Cada vez más sabio, Miguel Littin, quien siempre ha teñido su obra de tintes políticos, expande aquellos mismos viejos temas y los lleva al siguiente nivel, a un lugar donde no hay patrias ni colores, si no una blanca y pura capa de nieve sobre una isla poblada de seres humanos.

No hay que confundirse, no se trata de un retrato histórico o de un relato documental. Como dijo, emocionada hasta las lágrimas, la presidenta Michelle Bachelet el día del estreno, no es que sea emocionante porque haya ocurrido realmente, si no por lo que es. Porque el cine, como arte que es, es más real y más grande que la vida misma.
Chile y el resto del mundo desaparecen, y quedan solo este puñado de hombres sin nombre, absorbidos por el paisaje metafísico que los rodea y aislados de cualquier contingencia. Parte de la inteligencia de la película es el hacer irreconocible a cualquiera de los personajes "reales". Los rostros que vemos en los noticiarios desaparecen y pierden toda trascendencia; Vicuña es más que Bitar y Vega es más que Puzzio. Solo las leyendas tienen nombre; José Toha y Orlando Letelier son inmortalizados, pero sin bombos ni platillos, sí con mucho cariño.

Porque lo que importa es el retrato de la humanidad en todo su esplendor, en sus lados feos y bonitos y con los conflictos internos que todos tenemos. No hay villanos. ¡Oh, gran novedad en la enorme colección de películas sobre el golpe! No hay nadie a quien echarle la culpa, y con gran locuacidad, en varios momentos llegamos a enternecernos de los soldados, y de la relación paternal que algunos de los prisioneros forman con ellos. "Sí, mi prisionero", dicen ellos, con un respeto que los hace tan, tan humanos.
La repentina y rara necesidad de no estigmatizar a nadie es una sana señal de que ya no estamos para esos trotes. Más aún pudiendo dejarse llevar por la tentación de utilizar el escenario y el contexto para hacer otro panfleto en contra del fascismo internacional, porque películas sobre campos de concentración hay miles, pero muy pocas donde carcelero y prisionero se transmutan el uno en el otro. De la misma forma en la que las escenas dramáticas y las cómicas se suceden y se intercalan entre sí con absoluta naturalidad, como en la vida misma.

El ejemplo más claro es el gratificante papel de Luis Dubó, y esas conmovedoras escenas de acercamiento a sus prisioneros. No fueron pocas las lágrimas que corrieron cuando le tiende una naranja a José Toha, ni pocas fueron las risas contenidas en la escena de los frutos secos.
La medida justa, la sobriedad y la mesura, medidas en actuaciones como la de Benjamín Vicuña, que a pesar de su irresistible fotogenia, se mantiene todo el tiempo al nivel del resto de sus compañeros. O del sorprendente Cristián de la Fuente, quien se destaca no solo por ser productor asociado, además actúa, convence y es perfectamente odiable en su personaje.

Ni siquiera las borrosas escenas del bombardeo a la Moneda rompen con el molde. Aunque resultan sorprendentes por el privilegiado punto de vista y por la extraña sensación de estar viendo un fantasma (simplemente, el actor es igual a Allende), están siempre enmarcadas en la memoria colectiva de los personajes del relato, les da un asidero y una identificación común, que de paso enaltece y mitifica aún más la figura del martirizado presidente.
La operación es curiosa, pero merece la pena estudiarla. Cómo una película decididamente distante en su perspectiva, coral y poco enfática, es capaz de ser tan emocionante y someter tan efectivamente al espectador a una serie de experiencias que le pueden ser completamente ajenas. Esa contención que no es racional ni científica, si no contemplativa. Y todo para que, cercano al final de la película, la distancia calculada y la contención emocional se quiebren sobre el rostro de Matías Vega, en la única escena explícitamente emocionante de toda la película.

Quizás lo único que resulta extraño es el inesperado e inócuo final, que llega de repente, sin mucho aviso ni mucha justificación drámatica. Pero ese mismo quiebre nos retorna a la realidad, aunque sin abstraernos por completo de lo visto. El magnético discurso de Allende que acompaña los créditos - en una versión musicalizada - nos obliga a quedarnos un rato más clavados en la butaca.
Puede que esta no sea una de las películas más trascendentes de la historia del cine mundial. Probablemente llegue a serlo de la historia de nuestro cine. Pero lo importante es que es un película que cumple con su deber artístico y catártico en el medio que le corresponde. Muy bien por Littin el haberla estrenado acá, en Chile, cuando la moda es que nuestras películas se vean primero en el extranjero. Porque puede que afuera no sea comprendida de la misma forma que la podemos entender nosotros, pero ya nos dirán en un tiempo más. Lo importante es que tenemos una película que nos ayuda a ver nuestro terrible pasado, pero por primera vez, en ese pasado, cielo y el suelo parecen mezclarse.

Dawson, Isla 10

2009
Paises: CHILE – BRASIL - VENEZUELA
Productora: AZUL FILMS - VPC CINEMA PRODUÇOES ARTÍSTICAS, VILLA DEL CINE
Director: MIGUEL LITTIN
Productor Ejecutivo: MIGUEL LITTIN / WALTER LIMA / M.IOAN LITTIN MENZ
Guión: MIGUEL LITTIN, BASADO EN EL LIBRO DE SERGIO BITAR
Director de Fotografía: MIGUEL IOAN LITTIN, aec
Director de Arte: CARLOS GARRIDO
Montaje: ANDREA YACONI

Música: JUAN CRISTÓBAL MEZA

Sonido Directo: NICOLÁS HALLET / SIMONE DOURADO
Diseño De Sonido: MIGUEL HORMAZÁBAL
Maquillaje: GUADALUPE CORREA
Vestuario: MARISOL TORRES

Productores Asociados: CRISTIÁN DE LA FUENTE / ALEN CINE / CRISTINA LITTIN MENZ
Director De Producción: JORGE INFANTE
Productor Delegado: HERNAN LITTIN
Jefe De Producción: JULIO JORQUERA

Actores
BENJAMÍN VICUÑA
BERTRAND DUARTE
PABLO KRÖGH
CRISTIÁN DE LA FUENTE

Sergio Hernández
Luis Dubó
Caco Monteiro
Horacio Videla
Matías Vega
Alejandro Goic

sábado, 12 de septiembre de 2009

Los Centauros de Desierto

También conocida como "Más corazón que odio", o por su nombre original; "The Searchers", títulos mucho más acertivos que el primero, que poco tiene que ver con la trama de la película, aunque nos remite a las profundidades míticas de todo buen western. De hecho, una buena película para adentrarse en un universo cinematográfico, y que permite, más que una crítica, una reflexión sobre la magnitud de este, el primer genero puramente cinematográfico de la historia.

Pero por qué, nos preguntamos desde nuestro rincón del mundo, queremos ver historias de cowboys, de gringos con pistola, que hablan mal y matan indios. O es que queda algo detrás de esa mañida figura romántica del vaquero, que se aleja hacia la puesta de sol silbando alguna canción que hable de la soledad.

De una u otra forma, todos nos sabemos de memoria el estereotipo, aunque probablemente nunca hayamos visto un western. Y como todos los estereotipos, lo encontramos vacío, falto de sentido, moldeable por las modas e invasivamente impuesto. Pero como pasa muchas veces en el cine, en las raíces, muy por debajo de la superficie, hay un mito que nutre a todos los habitantes de la arboleda.

How the western won

No importa ni el lugar y el tiempo desde donde se cuenta una historia, siempre que se sepa para quien se cuenta y cómo se cuenta. De la misma manera en la que Akira Kurosawa nso convida imágenes cautivantes del Japón medieval, John Ford, uno de los más grandes de todos los tiempos, sabe entregarnos, con humildad y grandilocuencia, lo épico, lo glorioso y lo patético de la conquista del oeste norteamericano.

Pero esa épica no tiene que ver con lo lírico o lo fantástico, si no con las pequeñas historias sobre pequeñas empresas, esas que en un conjunto enorme ayudaron a construir una gran nación, destinada a ser la más importante del globo... nos guste o no.
Porque, al igual que los cantos homéricos, las películas de John Ford tienen cualidad de ser pequeños y dispersos fragmentos de una sola gran epopeya, de ser, al mismo tiempo, una odisea y una iliada. Vemos los viajes sin cansancio de estos héroes montados, esperando algún día volver a casa, junto con los esfuerzos por domar una tierra salvaje, defendida por sus salvajes habitantes. Y todo, por supuesto, por la gloria de una nación pura.
Por eso son tan importantes los westerns, porque constituyen los mitos sobre los que se fundamenta todo el imaginario de los Estados Unidos; que, como todos sabemos, son una mezcolanza de inmigrantes venidos de todo el mundo (de hecho, John Ford era irlandés), y son este tipo de historias las que les otorgan un pasado común, una epopeya que habla sobre cómo, entre todos, lograron fundar una país a pesar de las adversidades.
No explicarás

Todo este preámbulo se debe a que la necesidad de botar los juicios previos ante cualquier cosa. Y también para adelantar que, además de esta película en particular, cualquiera de los westerns de John Ford merece el esfuerzo.
Pero he querido empezar por ésta simplemente porque es la más célebre y, según la opinión general, una gran obra maestra del cine.

Es díficil argumentar las enormes bondades de esta película sin contar el argumento, ya que tienen que ver principalmente con su arquitectura; con la forma en la que lo más grueso del lenguaje es también lo más delicado, con lo funcional de los detalles, con lo estético de lo más práctico.
En realidad, el precepto es muy simple: el cine muestra, no explica. Pero llevarlo a cabo, evitar caer en la tentación de valerse de los diálogos o de voces en off, eso no es tan simple. Y una de las maravillas de esta película es que, como nunca hasta entonces, Ford logra llevar al espectador de la mano, a pasear por la aventura, sin abrir la boca, sin subrayar nada, sin avisarnos de nada.

Esa sobria falta de énfasis no hace que los personajes sean menos interesantes. Todo lo contrario; John Wayne es más corazón que odio, y Ethan, su personaje, es lo suficientemente rudo y misterioso como para cuestionarnos toda la película cuál es la razón de su rabia y si será capaz de su redención final.
Pero el western es la historia de un pueblo y no de un individuo. Por eso los personajes secundarios y co-protagónicos son todos importantes, porque significan un contexto, aportan sentido del humor, describen una naturaleza, le dan sentido a los personajes principales. Las escenas simpáticas, y las alusiones a un pasado no muy claro, solo enriquecen un mundo que nos parece cada vez más posible y más parecido al nuestro. Porque, como en la vida, hay días tristes y alegres.

Pero también hay espacio para los simbolismos visuales, aquellos que, sin necesidad de ser explicitados, pueden detonarnos ciertas sensaciones, más o menos incómodas, de que nos están queriendo decir algo. Esa curiosa obsesión con los umbrales, que nos hace pensar que todo lo que está afuera es terrible y desolador, mientras que el adentro es un lugar cómodo que no es fácil de abandonar, pero al que es aún más difícil volver.
"That'll be the day"

Como decía, cuesta no caer en la tentación de contar el argumento, pero es un ejercicio necesario, el ver las películas con la mayor apertura posible, solo con la fe y las ganas de querer entregarse a un buen film.

Hay que tener precaución con algunos detalles que hoy pueden parecer chocantes. Por ejemplo, resulta muy raro que el jefe indio "Scar" tenga los ojos azules y rasgos claramente caucásicos, o los colores chillones de las ropas indias, pero es más que perdonable. Por otro lado, es soberbio el uso del technicolor, más aún considerando que Ford filmaba casi solamente en blanco y negro. Sin embargo, acá logra una gran presencia de los paisajes, como en la maravillosa escena de la patrulla rodeada.
Pero más allá de eso, la película no ha envejecido un día. John Wayne sigue siendo magnífico y genuinamente rudo. Ford sigue siendo el gran narrador de leyendas que seguimos necesitando. Inmortalizada quedó su frase "entre la historia y la leyenda, prefiero filmar la leyenda", que es precisamente una de las principales carencias del joven e inexperto cine latinoaméricano.

Pero esto es infinito, y por muy grande que sea esta película, inabarcable solo con ella. Varios capítulos requeriría hablar de John Wayne o de John Ford. Ya varios libros hay para cada uno y también para todo lo que hicieron juntos. Hoy es difícil concebir a uno sin el otro, y no me cabe duda de que ya vendrá la ocasión de volver a ellos con alguna otra de sus varias obras maestras. Porque esta es solo la montaña más alta de una cordillera de grandes películas.
The Searchers
1956

Director: John Ford
Reparto: John Wayne, Jeffrey Hunter, Vera Miles, Ward Bond, Natalie Wood
Guión: Frank S. Nugent, basado en la novela de Alan Le May
Música: Max Steiner
Fotografía: Winton C. Hoch
Edición: Jack Murray
Arte: James Basevi, Frank Hotaling

Ranking AFI: #12
Top 100 Cahiers du Cinema: #10
Incluida en la "A List: The Essential Films" de la National Society of Film Critcs de Estados Unidos.