martes, 7 de septiembre de 2010

Tropical Malady

Es el director de moda, aunque a muchos nos cueste pronunciar o aprender su nombre. Apichatpong Weerasethakul saltó a la palestra del cine mundial hace un par de meses, cuando ganó, al parecer muy merecidamente, la preciada Palma de Oro del Festival de Cannes con su quinta película; "El tío Boonme que recuerda sus vidas pasadas".

Sin embargo, ya había dado señales de vida algunos años antes, siendo ya conocido en un círculo mucho más selecto; el de la crítica y los más, más cinéfilos. "Tropical Malady", su tercera película, ganó el Premio Especial del Jurado, también en Cannes, el año 2004, vaticinando la que hoy es la prolífica y esperanzadora carrera de uno de los directores bisagra entre la década que se va y la que comienza.

La Fiebre

"Tropical Malady" empieza de manera incómoda. En un campamento militar al interior de la jungla, los soldados descansan alrededor de una fogata, rodeados de los infinitos ruidos alrededor. De pronto, la cámara se queda con uno de ellos, quien, apoyado en un árbol, le coquetea declaradamente a la cámara, lanzando miradas furtivas al lente mientras los créditos iniciales aparecen a su lado.

Es una curiosa forma de establecer complicidad, pero también un anticipo de lo que vendrá. La jungla, la noche, el sudor y las miradas cómplices, todo cargado de erotismo pero sin ningún grado de explicitación. Como una forma de explicar el título - cuya traducción sería "enfermedad tropical" - sin hacerlo, la mirada "afiebrada" de este soldado nos introduce, de forma algo incómoda, en el que será su relato. O sus relatos.
Quizás la más particularidad más evidente de Tropical Malady es su singular estructura. Los primeros 52 minutos son el seguimiento, casi anecdótico y hasta anodino, del romance entre este soldado, Keng, y un joven citadino y ocioso de nombre Tong. Es una narración con un ritmo tedioso, en el que ambos muchachos se pasean con calma y con gozo, sin aparentes contratiempos ni mayores conflictos; la acción se narra como si fuera una simple charla. En pocas palabras, resulta algo aburrido.

Pero no por eso es carente de belleza. Todo lo contrario; tal como lo anunciaba la mirada cómplice de la introducción, es un relato absolutamente confabulante. Es precisamente en la falta de énfasis y en la escasa claridad sobre los propios personajes en donde se juega esa suerte de complicidad testimonial, en la que uno observa sin tapujos cada paso de una relación que puede, al mismo tiempo, ser pasajera y tremendamente transformadora. El que sea una relación homosexual pasa casi a segundo plano - dependería de las interpretaciones de cada uno - y se muestra con cuidadísimo pudor, tanto que la tendencia sexual de estos amantes no se confirma nunca. De hecho, en la escena del primer encuentro, Tong, el chico citadino, le coquetea a una muchacha con la misma soltura y ligereza de las miradas furtivas de Keng a la cámara. Y sin embargo, luego se va con él, aparentemente siguiendo un impulso carnal, una "enfermedad tropical".
El Tigre

Los dos amantes se separan - o al menos eso podemos entender. Sin ningún tipo de aviso, la pantalla se va a negro y aparece el dibujo rupestre de un tigre. Es en ese momento que vuelve a la memoria el texto inicial de la película, que habla de que todos somos "bestias salvajes, y la vida es aprender a controlar nuestros impulsos animales".

Así empieza la segunda historia, en la que Keng se propone dar caza al espíritu de un viejo chamán que se transforma en tigre, y que aterroriza hace años a una pequeña aldea.
El tigre se convierte en la obsesión de este soldado - que deja de ser Keng para transmutar su identidad en la de un cazador, lejos del impulsivo joven de la primera mitad. Se adentra a la jungla y pasa días en ella, a la merced de los espíritus que le advierten que el tigre no le perdonara la afrenta de querer darle caza.

Al interior de la selva cada plano parece tener un significado oculto, cada acción del soldado y cada palabra de los escasos diálogos con los espíritus parecen tener consecuencias que lo pondrán entre la vida y la muerte o en un límite incluso más peligroso. El mismo personaje gana en intensidad, alejándose de la banalidad y futilidad de la primera parte de la película.
Lo que en un principio sería una cacería, de a poco se va convirtiendo en una lucha por la supervivencia. La aparición del tigre le otorga más posibilidades interpretativas; cuando en su forma humana, desnuda y tatuada, corre de forma salvaje por la selva en secuencias extrañamente llenas de acción - tanto que pasa casi desapercibido que se trata de Sakda Kaewbuadee, el mismo actor que interpreta a Tong. Finalmente, llegada la noche, el encuentro entre el soldado y el tigre - un verdadero y hermoso tigre - se consuma en una escena magistral, en la que uno no termina de entender qué es lo que está sucediendo, pero cuya construcción poética reverbera tanto en los personajes como en el entorno y en el entorno, para dejar paso a todas y cada una de las interpretaciones posibles, que podrían fácilmente alcanzar el infinito.

La Poesía

Sería injusto - además de un grandísimo error - atribuirle un sentido unívoco a Tropical Malady. Primero porque el mismo director lo ha declarado abiertamente: "hay que respetar la imaginación del espectador", pero también por su arquitectura fílmica, basada en elementos tan simples como la luz, el sonido, el tiempo y la naturaleza y con escasas acciones y diálogos, consigue fundar un relato que se cuenta en lo intuitivo y no en lo racional. Incluso los momentos tediosos o banales consiguen crear una extraña poeticidad, y para qué decir los momentos sublimes al interior de la selva.
Es por eso que no hay que buscarle una lógica al extraño y desconcertante corte en medio de la película, ni intentar entender qué pasó. Es posible que cada quien piense que cada relato funcione por su cuenta o que alguien diga que uno funciona más que el otro, pero son, sin duda, los vasos comunicantes entre ambos cuentos los que los potencian, y es muy probable que el apoteósico final no alcance la exacerbación simbólica que logra sin los primeros latosos 52 minutos de película. De la misma forma, es posible que esos primeros minutos empiecen a cobrar sentido solo al final.

Lo interesante de Weerasethakul es que da la sensación, al ver su película, de que no tiene la intención de contar ningún cuento, si no de producir un cuento en cada uno de sus espectadores; de crear un recorrido budista a través de una experiencia ajena en la que los significados son tan difusos que depende casi exclusivamente de las intenciones de quien está frente a la pantalla, y no de quien está detrás.

Gracias al dios del cine, este director tailandés y educado en Estados Unidos ha perseverado en su idea de no querer hacer cine comercial, avalado por la pésima recepción que han tenido sus películas en la crítica más palomitera. Pero por algo se ha convertido en el regalón de Cannes (ha ganado tres premios en tres participaciones) y ha deslumbrado al público más selecto (Quentin Tarantino entre ellos, presidente del jurado que premió Tropical Malady).

Y por supuesto, ahora se abre el misterio; con solo 5 películas y 40 años recién cumplidos, ¿qué nos mostrará Weerasethakul en el futuro? Con algo de fortuna, muy grandes cosas.


Tropical Malady

Tailandia
2004

Dirección y Guión: Apichatpong Weerasethakul
Reparto: Banloi Lomnoi, Sakda Kaewbuadee
Producción: Charles De Meaux
Fotografía: Jarin Pengpanitch, Vichit Panapanitch, Jean-Louis Vialard
Edición: Lee Chatametikool, Jacopo Quadri

Galardones: Premio del Jurado, Festival de Cannes 2004; Premio Especial del Jurado, Festival de Indianápolis 2005; Premio de la Crítica, Festival de Sao Paulo 2004; Mejor Película, Festival de Cine Gay y Lésbico de Torino 2005.

No hay comentarios:

Publicar un comentario